Llevaba
un traje de lienzo color de trigo, botines de cordobán con
los cordones cruzados, y unos espejuelos de oro prendidos con pinzas
en la cruz de la nariz y sostenidos con una leontina en el
ojal del chaleco. Llevaba la medalla del valor en la solapa y
un bastón con el escudo nacional esculpido en el pomo. Fue el
primero que se bajó del automóvil, cubierto por completo por el
polvo ardiente de nuestros malos caminos, y no tuvo más que aparecer
en el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de que
Bayardo San Román se iba a casar con quien quisiera.
Era
Ángela Vicario quien no quería casarse con él. «Me parecía
demasiado hombre
para
mí», me dijo. Además, Bayardo San Román no había intentado
siquiera seducirla a ella, sino que hechizó a la familia con
sus encantos. Ángela Vicario no olvidó nunca el horror de la noche
en que sus padres y sus hermanas mayores con sus maridos, reunidos en
la sala de la casa, le impusieron la obligación de casarse con un
hombre que apenas había visto. Los gemelos se mantuvieron al margen.
«Nos pareció que eran vainas de mujeres», me dijo Pablo
Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que una familia
dignificada por la modestia no tenía derecho a despreciar
aquel premio del destino. Angela Vicario se atrevió apenas a
insinuar el inconveniente de la falta de amor, pero su madre lo
demolió con una sola frase:
-También
el amor se aprende.
A
diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos y
vigilados, el de ellos fue de solo cuatro meses por las urgencias de
Bayardo San Román. No fue más corto porque Pura Vicario exigió
esperar a que terminara el luto de la familia. Pero el tiempo alcanzó
sin angustias por la manera irresistible con que Bayardo San Román
arreglaba las cosas.
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